En el primer aniversario de la muerte de mi hermana, realicé una ceremonia de despedida.

El ritual consistía en detener toda actividad cotidiana durante un día  y reemplazarla con una ceremonia que me permitiera estar en contacto con mi duelo, ininterrumpido. Consumarlo en un ejercicio pictórico que, al final, más que pintura, era un vestigio, representaba una especie de memorial personal encerrado en una tela, guardado ahí para la posteridad.